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Salud
En Santiago, la salud y la enfermedad poseen una historia tangible. La ciudad transparenta a través de numerosos lugares los padecimientos de nuestros antepasados y la evolución de los recursos profesionales y terapéuticos con que contaron para palear su dolor físico y mental. Varias de estas construcciones datan del siglo XIX, un periodo en que la fatalidad oscurecía los pequeños avances científicos, formativos y asistenciales.
En los inicios de la república la asistencia sanitaria era extremadamente precaria. Aunque existían dos hospitales, el Hospital San Juan de Dios y el Hospital San Borja, la ciudad no contaba con planes para enfrentar las epidemias que diezmaban a la población. La presencia de médicos titulados era prácticamente nula y la asistencia sanitaria de los hospitales y lazaretos descansaba en religiosos o en practicantes sin aproximación científica. La asistencia a los nacimientos estaba en manos de las tradicionales parteras y los ciudadanos padecían en sus casas las dolencias que los aquejaban, recurriendo a variados y eclécticos tratamientos.
Difícilmente esta situación se revertiría en un Chile que carecía de enseñanza médica científica y en un contexto en el cual la misma medicina no tenía mayores promesas que ofrecer. Un primer impulso fue la apertura de la primera Escuela de Medicina en 1833, por autoridades que consideraron imprescindible para la supervivencia y estabilidad de un estado moderno, apoyar un programa de educación médica universitario. La organización de la escuela y la docencia, se encargó a maestros europeos como Guillermo Blest y Lorenzo Sazié. Por diez años se dictaron las cátedras en el Instituto Nacional y el Hospital San Juan de Dios hasta que se inauguró la Universidad de Chile en 1843. La Escuela pasó entonces a formar parte de las carreras dictadas por la institución y nuevas dependencias alojaron los cursos ya existentes. La formación implementada no sólo llevó a la certificación de médicos, sino también de otros profesionales de la salud que se interesarían en los variados ámbitos de ejercicio disciplinario como la investigación, la docencia de la disciplina y la promoción de leyes e instituciones sanitarias.
En la década de 1870 tomaba forma la comunidad médica científica de la capital. Se fundaba la Sociedad Médica de Santiago y su Revista Médica de Chile que difundiría las investigaciones universitarias y hospitalarias. Los congresos médicos, el primero en 1888, otorgaron dinamismo a la producción de conocimiento. Apoyaron este proceso de formación y profesionalización las becas concedidas por el estado chileno en las últimas décadas de siglo XIX a jóvenes médicos para especializarse en Europa. En términos de docencia, investigación y ejercicio de la profesión, esto significó un gran respaldo al desarrollo tanto de especialidades, como de las ciencias médicas, entre estas la histología, la anatomía patológica o la fisiología química. Al trabajo fundacional de los médicos de la Universidad de Chile se uniría el de los pertenecientes a la Pontificia Universidad Católica que abrió su escuela en 1930. Sin embargo, estos procesos trajeron frutos sólo a largo plazo. Los esfuerzos médicos fueron limitados frente a las calamidades que azotaban a la población en el siglo XIX y primeras décadas del XX, así también frente a las precariedades de la misma ciencia, en proceso de definición. Los problemas sanitarios del país eran profundos y dependían en buena parte de la miseria urbana, la deficiencia de alcantarillados y de agua potable en las ciudades, y también de las limitaciones de la medicina. La situación sanitaria en Santiago era crítica. Las epidemias se dispersaban rápidamente entre la población, causando un impacto aún mayor que en épocas anteriores como resultado de las migraciones, del incremento poblacional y del hacinamiento. Los lugares de trabajo también tendían a ser insalubres, por lo tanto, el entorno y condición de vida de la población desposeída tornaban extremadamente vulnerable su salud. En coherencia, la tasa de mortalidad, y sobre todo la infantil, se mantuvo alta y constante hasta mediados del siglo XX. La ausencia de instituciones estatales que previnieran o detuvieran el contagio de enfermedades hacía de la salud un asunto que se concebía como una preocupación individual. Lejana era la idea que el estado debía garantizar la salud de la población.
Las cifras de mortalidad y las epidemias, como la viruela y el cólera, se volvieron dramáticas hacia 1880, impulsando la toma de medidas sanitarias de importancia. Tras diagnósticos médicos y sociales y presionar a las autoridades, se lograron leyes como la vacuna obligatoria en 1887, la creación del Consejo Superior de Higiene Pública y el Instituto de Higiene en 1892 y la promulgación del primer Código Sanitario en 1918.
Al avanzar en el siglo XX, la asistencia médica dio un giro trascendente. En 1924 el movimiento obrero logró ansiadas reivindicaciones, entre las cuales constaba el seguro obrero obligatorio que incluía asistencia médica. Si bien los obreros sólo constituían un segmento de la población, este hecho significó un hito en la historia de la salud pública. El triunfo también fue médico, no sólo porque hubo médicos que gestaron este tipo de iniciativas, sino también porque se aprobó ese año la creación del primer ministerio de sanidad, donde tendrían por primera vez una reconocida autoridad. El organismo se llamó Ministerio de Higiene, Asistencia, Trabajo y Previsión Social.
La Caja de Seguro Obligatorio, la institución que proveía el seguro obrero, requirió una planta enorme de funcionarios de salud y la construcción de numerosos consultorios, sólo disponibles para sus asegurados. La dimensión que alcanzaba la institución hacia 1930, se reflejó en la construcción de su edificio administrativo, macizo, alto y moderno, situado en plena Plaza de la Constitución, donde hoy se aloja el Ministerio de Justicia. En los años treinta se dictaron políticas de salud cruciales. Para el área materno-infantil se destinaron más recursos para atención médica y repartición de leche. Mientras que otra ley importante del periodo fue la de Medicina Preventiva destinada a la detección precoz de enfermedades de alta incidencia entre los trabajadores, como tuberculosis, sífilis y cardiovasculares. En las décadas siguientes continuó una fuerte inversión en salud pública, que fue guiada por la nueva Escuela de Salubridad, más tarde Escuela de Salud Pública, fundada en 1943 bajo el alero de la Universidad de Chile. De este establecimiento germinaría el proyecto del Servicio Nacional de Salud, aprobado en 1952, que unió los servicios médicos estatales.